lunes, 29 de febrero de 2016

La existencia
es como una plastilina
a la que le damos forma contínuamente
con todos y cada uno de nuestros dedos.
Un día es flor, 
otro día es cielo,
y al otro día no es nada,
se seca, muere.

Hace medio año
las flores de la casa de mi abuela
estaban llenas de vida.
Hoy aún viven,
pero una cosa es vivir
y otra es estar lleno de vida.
Las uvas eran dulces
pero más dulces eran
porque arrancábamos los racimos juntas
todas las tardes que la visitaba.
Las rosas eran delicadeza y amor,
no las cortábamos,
se las pedíamos prestadas a la naturaleza para decorar nuestra casa.
Les hablábamos,
jugábamos a regarlas,
así las llenábamos de vida.
Quizás todas las flores crecen con agua y Sol,
¡y hermosas son!
pero quién pudiera volver a hablarles,
acariciarlas,
y tratarlas como si fuesen lo último que iba a dar la tierra,
como lo hacía ella.
Hoy están vivas y hermosas siguen siendo,
pero quién pudiera darles más luz que su propia creadora.
La tierra sigue siendo tierra,
el agua sigue regando,
los grillos cantan una cancioncita colectiva,
y los bichos de luz se esconden entre el pasto.
Las hojas se llenan de rocío
y humedecen todo el jardín.
Pero el parque de la casa
no es más que un decorativo
para llenar su vacío.
No voy a preguntarles más a sus plantas cuánto la extrañan
quizás cuando vuelva les hable
sobre cómo nos enseñaron
a ellas y a mi
a ser conscientes de nuestras raíces en los pies 
que nos dan el poder de seguir renaciendo.

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